Vulnerables, por partida doble.

Por partida doble. Nuestros abuelos, nuestros ancianos, son los que más están sufriendo la letalidad despiadada de esta pandemia. Sin piedad, sin compasión, fallecen. Y lo hacen completamente solos. Las noticias son espeluznantes. Decenas de ancianos ingresados en residencias de mayores han muerto en la soledad más cruel y sin apenas atención de ningún tipo. Abandonados relativamente o quizá, como están diciendo algunos de sus familiares, absolutamente. Esto nos debe hacer pensar, recapacitar. Qué es y qué será de una sociedad sin sus mayores? No escondamos la ancianidad, querámosla, démosle valor, valorémosla como se merece.

No hace muchos años nuestros abuelos morían en casa, en su casa. Cuidados. Rodeados de la afección familiar, del cariño. Sigue sucediendo en lo rural, pero cada vez menos. En las grandes e inhóspitas urbes son decenas de miles los mayores de ochenta años que viven completamente solos en sus casas, cientos de miles están en residencias. Los hijos y los nietos ya no tenemos tiempo ni lugares para el amor, para cuidar, para aprender de padres y abuelos. Estorban en una sociedad vacía y que hoy hinca sus rodillas en el suelo de las vanidades ante un virus que nos golpea y nos avergüenza doblemente viendo lo que está sucediendo en las residencias de mayores. No culpo a nadie. Nos debemos autoculpar todos y detenernos un momento para pensar, reflexionar. Miles de ancianos han muerto sin compasión ni compañía. En medio de unos protocolos y unas decisiones y órdenes que se han, simplemente, olvidado de ellos. Sin médicos, sin atención personal y de servicios. En no pocas residencias también han dado positivo cuidadores y personal. El cóctel ya está activado. A ello unamos que, en pos de esos protocolos que los políticos se saltan de un modo u otro -para ellos sí hay test una y otra vez-, no dejaron pasar a familiar alguno para el acto más íntimo, personal, misterioso y último de un ser humano, el trance de la muerte.

No es la primera vez que escribo de nuestros abuelos, de nuestros mayores, la raíz de nuestro ser como personas. En una sociedad henchida de vanidad y de superficialidad y, sin embargo, cada vez más envejecida, obviamos el saber, el hacer, el testimonio de nuestros abuelos. Lo que son capaces de aportar, lo que la vida simplemente les enseñó y lo hizo en peores condiciones incluso de las que hoy podemos temporalmente vivir y sentir.

No busquemos endilgar culpas y responsabilidades. Acto de contrición propia y objetiva. Hagámoslo. Cada vez que un mayor se muere se apaga una sonrisa, una caricia, una admiración. No miremos enfrente, miremos dentro de nosotros mismos. No importa el deterioro con que la edad y la enfermedad golpean y afectan a nuestros mayores. Es el destino y el transcurso de la vida y el ser humano por el que, ojalá, pasemos y lleguemos todos en plenitud.

Tenemos una deuda moral y humana con nuestros mayores. Ellos nos dejan un legado y nosotros hemos mirado durante mucho tiempo a ese espléndido y magnífico -por su vaciedad- lado que se llama indiferencia. Somos más pobres de sentimientos, de valores, de humanismo y de ejemplaridad. Reaccionemos. El daño nos lo estamos haciendo a nosotros mismos como una sociedad rota, vacua y deshilvanada.

Texto Abel Veiga. La voz de Galicia

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